Por Porfírio Franco Cortes, de Panamá
Con un rostro ensombrecido por la carga de malas experiencias y la impotencia de vivir en una realidad que no puede cambiar, Ana lleva a sus dos hijos a la escuela teniendo siempre presente la lista de tareas que debe realizar en la mañana… en la tarde debe participar en dos reuniones escolares, retirar a sus hijos de la escuela, pasar al supermercado, correr a preparar la cena, para luego, visitar a su madre. Todo esto es para ella una gran carga que lleva a cuestas.
Al atardecer, después de discutir con el conserje de la escuela, por su tardanza, viaja en auto con su hijo David, de 5 años. El pequeño David, luego de tratar de llamar la atención de su madre, le reclama “Mami, ¿porqué siempre estás enojada?”, para quedar en silencio, entreteniéndose con las gotas de la llovizna que se escurrían por la ventana del auto.
Esas palabras de David retumbaron en la mente de Ana, “siempre estás enojada”, y no era él el primero en decirlas, ya se las había dicho a gritos su madre, se las repetía el padre de sus hijos – de quien lleva dos años separada -, y también se las dijo algunas veces la cajera del supermercado. Ana no podía evitarlo, no tenía forma de explicarlo, “siempre estaba enojada”.
¡Pero cómo no estar enojada! A sus 29 años, con dos hijos, con la responsabilidad de cuidar de su madre, y atender su trabajo de medio tiempo en el pequeño centro comercial del pueblo. Ana retornaba en sus recuerdos lejanos de sus tiempos de estudiante secundaria y sus primeros años universitarios; era la chica feliz, el alma de la fiesta, la joven que miraba al futuro con la esperanza de cambiarlo todo. Ahora, era la madre soltera que clamaba a gritos por ayuda, cargada de rencores y ansiedades por las cuales culpaba a la vida.
De pronto, las sirenas de policía empiezan a sonar, el tránsito se detiene, y asomando su cabeza por la ventana pudo divisar una mujer indigente, a quien en ocasiones saludaba, que había sido atropellada gravemente. Este evento arranca a Ana de sus ensoñaciones del pasado, se estaciona y baja del auto con intención de ayudar en algo. Junto a la mujer herida, está su hijo, de unos 8 años, llorando desconsoladamente. Apenas pudo escuchar unas palabras entrecortadas que la mujer decía a su pequeño, “Lo siento mucho… intenta perdonar a tu padre… actúa con bondad… porque el Señor está contigo.”
Para Ana, esta mujer debería estar muy enojada, pero en vez de reclamar, pedía a su hijo que perdonara. Por unos instantes, Ana vio una perspectiva totalmente distinta de la vida, aquella en que empatizamos con otros y nos sentimos agradecidos con lo poco o mucho que tenemos, aquella que nos permite ver las bendiciones con las que contamos y no reconocemos.
En el libro de los Hechos, en la Biblia, Esteban era mortalmente apedreado por predicar la fe, y aún en medio del dolor y la agonía, clamó, “Señor no les tomes en cuenta este pecado.” (Hechos 7:54-60)
¡Qué chocante! Cómo podrían salir estas palabras de la boca de una persona en semejante situación.
Y es que al perdonar, somos librados de una serie de cargas emocionales; al perdonar, entendemos y abrazamos mejor el perdón que Dios nos da; al perdonar, dejamos de miramos como víctimas y comenzamos a vernos como Dios nos ve, restaurados y colmados de vida y esperanza.
La historia misma de Jesús está anclada al concepto del perdón absoluto, gracias al profundo amor que Dios muestra hacia nosotros.
Quien entiende que ya ha sido perdonado, se siente motivado a perdonar y es libre para vivir mejor.
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